Sus ojos ardían.
Ardían como arden las maravillas del mundo.
Ardían lo suficiente, como para preguntarme si después de estas dos primeras líneas nada tenga sentido. Y probablemente sea así.
Fugaces, desconocidos, ardieron durante un segundo o dos. Lo que tarda uno en sentirse aterrado y mirar para cualquier lado.
Quizás, sabiendo que la naturaleza del asunto empieza y termina en ese instante.
Sinsabores que hacen su gracia, y la pierden enseguida.
Todo lo que quedan son palabras.
Y volver a creer en el azar.
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